No hay mejor política social que mejorar la fiscalidad del ahorro

Sorprende que incluso los partidos que en su día defendieron la libertad económica y la responsabilidad individual han abrazado con entusiasmo este marco mental recaudatorio. El PP, por ejemplo, que prometía reideologizarse, ha decidido competir en el terreno del populismo fiscal anunciando subvenciones a los celíacos. No tengo nada contra los celíacos, por supuesto, es una crítica al abandono del fondo: del impulso al capital, al ahorro, a la oferta; la preconización de la eficiencia. ¿Nuevas medidas? Más subvenciones, es decir, más gasto. Pagan los de siempre: la clase media. La que determina la calidad de un país y cada vez es más pequeña. 

Lo hace ese PP que en los 90 impulsó el crecimiento, reformó mercados y enamoró a Bruselas hasta conseguir una mayoría absoluta en el año 2000, ha mutado en una versión acomplejada de sí mismo, más pendiente de no molestar que de liderar.

Mientras tanto, el ataque al ahorro es constante. Primero fueron las sicav, luego los planes de pensiones individuales, después el fiasco de los planes de empleo, y ahora la demonización fiscal del dividendo y los productos financieros. Un ahorrador medio puede tributar por lo mismo hasta tres veces: cuando gana, cuando rescata y cuando deposita en cuenta la inversión. Las pensiones privadas son el ejemplo perfecto de expolio normativo: devuelves las falsas deducciones del IRPF, pese a renunciar a la liquidez durante años; se pagan plusvalías cuando reembolsas, y, además, el patrimonio recuperado vuelve a ponderar como si fueran rentas del trabajo. Un sinsentido que castiga la previsión y premia la dependencia.

En paralelo, se asfixia a las empresas con gravámenes especiales y se lanza el mensaje de que el beneficio es sospechoso. Que crecer está mal, que ganar molesta, que repartir dividendos es inmoral. Nadie parece querer asumir que cada euro más de presión fiscal es un euro menos de inversión, de empleo y de crecimiento futuro.

La política fiscal debería nacer del diseño, no del pánico. Y eso implica asumir una verdad incómoda: no se trata de gastar más, sino de gastar con más inteligencia y sentido, lo cual redundará, entre otras cosas, en menor gasto. Seguro. El objetivo no es redistribuir la renta que ya existe, sino crear nueva. No es compensar al que pierde, sino permitir que gane.

No hay mejor política social que incentivar el ahorro, la inversión y el crecimiento. No hay mayor justicia que permitir a la gente prosperar con su esfuerzo, sin miedo a que el Estado le confisque lo ganado para devolverle luego unas migajas en forma de subvención, encima erosionadas por la inflación. Si de verdad queremos proteger a los más vulnerables, empecemos por no castigar a los prudentes. Los impuestos, cuando son necesarios, deben ser como los semáforos: útiles, breves, y sobre todo… evitables.

Porque los impuestos, nunca lo olvidemos, deben ser un accidente. No un fin. 

PD: Argentina ha anunciado una Ley de reparación histórica del ahorro. Increíble cómo los países pueden ir en direcciones tan opuestas.