En un tiempo donde el beneficio empresarial es el gregario objeto de sospecha en muchos entornos ideológicos, conviene recordar lo esencial: sin beneficio no hay dividendo, y sin dividendo no hay ahorro que se sostenga. El Dividendo es un Derecho. ¡Uy, lo que he dicho!
Esta semana, las cifras publicadas por Expansión sobre la retribución de la banca española en 2024 son elocuentes. El sector distribuyó 13.374 millones de euros, un 34% más que el año anterior. Es dinero que no va al éter ni se entierra en paraísos fiscales: va a fondos de pensiones, a cuentas de pequeños inversores, a carteras institucionales que financian universidades, hospitales, mutualidades o fundaciones. Va, también, a quienes han decidido confiar en empresas sólidas, con buena gestión y visión de largo plazo. Es la expresión más nítida de la conexión entre el capital y la economía real.
Se suele acusar, en un alarde de ignorancia, al dividendo de vaciar la empresa en favor del accionista. Pero ese argumento se diluye cuando se observa que muchas de las compañías más generosas en dividendo son también las que más invierten y más empleo generan. No es una contradicción: es una consecuencia. La rentabilidad no es enemiga del progreso, sino su condición previa. El reparto ordenado de beneficios es una de las formas más civilizadas de redistribución: voluntaria, contractual, sin fricciones ni coacciones.
Ya han salido tiktokers y tertulianos a rasgarse las vestiduras por los beneficios de la banca (y de las eléctricas, y de Inditex, y de...). Pero el beneficio es dividendo, y el dividendo es lubricante para el motor económico. Ese que empieza a gripar por exceso de aditivo: deuda pública y mala gestión.
Frente al prejuicio de que el dividendo solo favorece a los ricos, conviene recordar que millones de ciudadanos participan hoy en los mercados, directa o indirectamente, a través de vehículos de ahorro e inversión. Penalizar el dividendo —o insinuar que es éticamente cuestionable— equivale a castigar al ahorrador disciplinado, al profesional que se planifica, al pensionista que refuerza su renta futura. Es, en definitiva, castigar la responsabilidad y premiar la retórica del agravio.
El dividendo es, al fin, una señal. Habla de empresas que cumplen, que no especulan con sus cuentas, que se exponen al juicio del mercado trimestre a trimestre. No es un truco contable ni una pose. Es un síntoma de madurez, y también un gesto de respeto.
Es, por todo eso, una palabra mágica. Sobre todo para los magníficos lectores de Estrategias de Inversión, que brillan por su inteligencia y devoran con placer cualquier análisis sobre el asunto.
Viva el beneficio. Viva el dividendo. Viva la rentabilidad. Viva el crecimiento. ¿O queremos lo contrario?